En el centro del bosque, donde el viento susurra secretos y los arroyos cantan sin cesar, se alzaban los árboles más altos y sabios que nadie había visto jamás. Pero había algo inusual ocurriendo ese día: se había decidido que uno de los árboles sería nombrado rey. No era cualquier tarea, pues ser el rey significaba proteger y cuidar el equilibrio del bosque, velando por la paz entre todas las criaturas.
Los animales se reunieron al pie del gran roble, que actuaba como consejero de la naturaleza. «Hoy,» anunció el roble con su voz profunda y crujiente, «un nuevo rey será elegido. Pero no será un árbol cualquiera, no. Solo aquel que demuestre ser el más sabio y generoso podrá llevar la corona de hojas doradas.»
El primer árbol en dar un paso al frente fue el Altísimo Pino. Su tronco recto se alzaba por encima de los demás, y sus ramas apuntaban con orgullo hacia el cielo.
«Yo debería ser el rey,» proclamó el Pino. «Nadie es tan alto como yo. Mi sombra es la más amplia y mis ramas las más fuertes. Puedo proteger al bosque mejor que nadie.»
Los animales asintieron, impresionados por su imponente presencia. Pero el roble solo inclinó sus hojas en silencio, sin dar respuesta.
El segundo en hablar fue el Anciano Sauce, cuyas ramas caían con gracia hacia el suelo, como si acariciaran la tierra misma.
«Yo debería ser el rey,» dijo el Sauce en voz suave, «pues con mi sabiduría puedo aconsejar a todos los seres del bosque. He visto más estaciones pasar que cualquier otro árbol aquí presente. Mi conocimiento es inigualable.»
Los animales escucharon atentos, pues la sabiduría siempre era valorada. Sin embargo, el roble tampoco hizo comentario alguno.
Finalmente, avanzó el Pequeño Manzano, un árbol joven y sencillo, cuyas ramas estaban cargadas de frutas rojas y brillantes. Su voz no era tan fuerte ni tan segura como la de los otros, pero había una humildad en su tono.
«Yo… no sé si debería ser rey,» dijo el Manzano, «pero todos los años ofrezco mis frutos a los animales y a quienes pasan por aquí. No tengo la altura del Pino ni la sabiduría del Sauce, pero hago lo mejor que puedo para que todos a mi alrededor tengan lo que necesitan.»
El roble sonrió por primera vez en el día, aunque no dijo nada.
Después de escuchar a los tres candidatos, los animales del bosque se quedaron en silencio, preguntándose quién sería el elegido. El roble, con su sabia mirada, les pidió que aguardaran hasta la mañana siguiente. Había una última prueba que los árboles debían superar, pero no sería una prueba de palabras, sino de acciones.
Esa noche, mientras el bosque dormía, el viento del norte llegó con una inesperada tormenta. Las ráfagas aullaban entre las ramas, y la lluvia caía como si nunca fuera a detenerse. Los árboles resistían el vendaval, pero los más pequeños y vulnerables del bosque, como los arbustos y las flores, luchaban por mantenerse erguidos.
Cuando amaneció, la tormenta se había calmado, y el sol tímidamente iluminaba el bosque. Los animales salieron de sus refugios para ver cómo habían quedado las cosas. Sorprendidos, vieron que algunos árboles habían perdido hojas y ramas, pero seguían en pie, orgullosos.
Fue entonces cuando se dieron cuenta de algo asombroso. El Altísimo Pino había permanecido erguido, pero había dejado caer muchas de sus piñas y no había ayudado a los pequeños arbustos a su alrededor. El Anciano Sauce había aguantado la tormenta con elegancia, pero sus ramas colgaban tan bajas que algunas flores habían sido aplastadas bajo su peso.
Sin embargo, el Pequeño Manzano, aunque parecía más débil por la tormenta, había inclinado sus ramas hacia el suelo para proteger a un grupo de margaritas que crecía a su lado. Además, había dejado caer algunas de sus manzanas para que los animales más pequeños pudieran comer y encontrar refugio bajo sus hojas.
El roble lo vio todo y, con un crujido suave, se dirigió a los animales y a los árboles reunidos.
«Ahora hemos visto quién debe ser nuestro rey,» dijo con firmeza. «No es el más alto ni el más sabio, sino aquel que actúa con generosidad y cuida del bosque, incluso en las peores tormentas. El Pequeño Manzano no pensó en sí mismo, sino en los demás. Ese es el verdadero signo de un líder.»
El bosque entero se llenó de murmullos de aprobación. Los animales se acercaron al Manzano, agradecidos por su protección, y una corona de hojas doradas apareció, como por arte de magia, sobre su copa.
«Yo no quería ser rey,» dijo el Manzano con humildad, «pero haré todo lo que pueda para seguir ayudando a todos en el bosque.»
Y así, el Pequeño Manzano fue coronado rey, no por su fuerza o su sabiduría, sino por su corazón generoso. A partir de ese día, siempre se le conoció como el Rey Manzano, y su reinado fue recordado como uno de los más justos y bondadosos que el bosque jamás conoció.