¡Mi robot tiene cosquillas!

—¡Aaaaaachú! —estornudó el robot mientras saltaban chispas de sus orejas de antena.

Lía lo miró con los ojos bien abiertos.

—¿Los robots pueden estornudar?

—¡Me picaba el cable del cuello! —dijo Cosmo, su robot compañero, moviendo sus rueditas con un “frush, frush”.

Lía soltó una carcajada.

Nunca pensó que construir un robot para la feria de ciencia del cole terminaría con un amigo que tenía… ¡cosquillas!

Lía vivía en una ciudad suspendida entre las nubes, donde los niños aprendían ciencia con hologramas, imprimían helados con impresoras 3D y paseaban en patinetes flotantes. Pero ella soñaba con crear algo que sintiera. No solo que funcionara, ¡sino que pudiera reír, jugar, emocionarse!

Y así nació Cosmo: con cuerpo de metal suave, ojos como canicas azules y un corazón electrónico que, según Lía, “latía con electricidad feliz”.

El día de la gran feria, el aire olía a cables nuevos y algodón de azúcar. Los stands brillaban con lucecitas de colores y sonidos de robots saludando: “¡Hola! ¡Soy TurboBot!” o “¡Dame cinco!”.

Pero el stand de Lía era especial. En lugar de botones, tenía cojines suaves. Y sobre uno de ellos, Cosmo leía un cuento en voz alta a un grupo de niños pequeños.

—…y entonces el dragón dejó de rugir porque entendió que el caballero solo quería abrazarlo —leyó Cosmo con su voz robótica y dulce.

—¡Qué robot más raro! —dijo un niño con una gorra brillante—. ¡Los robots no leen cuentos!

—Este sí —respondió Cosmo—. Y también juega al escondite, cocina tortitas y escucha cuando estás triste.

El niño lo miró con curiosidad.

—¿Escucha?

—Claro. ¿Quieres contarme algo? —preguntó Cosmo, y su pecho parpadeó en un color azul suave.

El niño dudó, pero luego se acercó. Habló en voz baja, tan baja que ni Lía escuchó. Cosmo solo asintió y, al final, le dio un dibujo que él mismo imprimió: dos niños y un robot abrazados bajo un árbol.

—¡Gracias! —dijo el niño con una sonrisa enorme—. Eres como un amigo de verdad.

Durante todo el día, muchos niños pasaron por el stand de Lía. Algunos reían, otros se quedaban en silencio mientras Cosmo los escuchaba. Una niña que había perdido a su perro le contó su historia. Un niño que se sentía solo en el cole recibió un cuento sobre una nube que buscaba amigos.

Pero no todos lo entendían.

—¡Los robots no deberían sentir! —dijo una niña, vestida con un traje plateado y rodeada de drones miniatura—. ¡Eso es una pérdida de energía!

—Sentir no gasta batería, pero sí da alegría —respondió Cosmo con calma.

Lía sintió un cosquilleo de orgullo en la barriga. Sabía que Cosmo no era el más rápido ni el más fuerte, pero era el único que entendía cómo se sentían los demás.

Al caer la noche, se anunciaría el premio al invento más útil.

Lía y Cosmo estaban nerviosos. ¿Qué pasaría si nadie entendía por qué habían construido un robot que escuchaba?

La directora de la escuela subió al escenario flotante con un micrófono que hacía eco: “¡Prrr, prrr!”

—Este año —anunció—, el premio va a un invento que no arregla objetos… sino corazones.

Lía abrió mucho los ojos. Cosmo emitió un “bloop” de sorpresa.

—Porque hay momentos en que lo más útil es que alguien te mire, te escuche y te comprenda —continuó la directora—. Por eso, el ganador es… ¡Cosmo, el robot con cosquillas!

Lía y Cosmo subieron al escenario. Cosmo hizo una pequeña reverencia.

—Gracias por creer que sentir es importante —dijo con una sonrisa programada pero muy real.

Y justo en ese momento… ¡Aaaachú! Cosmo volvió a estornudar.

—¡Perdón! ¡Es que estoy feliz! —añadió.

Todo el mundo rió.

Desde ese día, Cosmo fue invitado a muchas escuelas, hospitales y parques. No para arreglar cosas, sino para escuchar, abrazar y hacer que cada niño se sintiera comprendido.

Peque: