La isla de las cosas perdidas. Un cuento sobre los recuerdos.

Leo estaba muy triste.

Había perdido su bufanda favorita. Esa azul con rayas verdes que le tejió la abuela cuando era pequeño. Era suave, larga, y olía a chocolate y a cuentos.

—Seguro la dejaste en el parque —dijo papá.

—O la perdiste en la escuela —dijo mamá.

Pero Leo sabía que no. Había revisado su mochila, su perchero, debajo de la cama, y hasta dentro de la heladera por si acaso (¡nunca se sabe!).

Esa noche, se fue a dormir abrazando su almohada como si fuera su bufanda.

Y entonces ocurrió algo extraño.

Mientras dormía, una luz brillante lo envolvió y sintió que su cama flotaba, como una balsa en medio del mar. Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su habitación, sino en una isla muy peculiar.

Era una isla enorme, con montañas de cosas: calcetines sin par, tapitas de marcadores, lápices chiquititos, llaves que nadie recordaba qué abrían, dientes de leche, botones, medias, juguetes solitarios… ¡y hasta paraguas!

—¡Bienvenido a la Isla de las Cosas Perdidas! —dijo una voz.

Leo miró hacia abajo y vio que quien hablaba era un calcetín rayado, doblado en forma de boca, con ojos cosidos con hilo rojo.

—Soy Rayo —dijo el calcetín—. Estoy buscando a mi hermano gemelo desde hace cinco años. Se perdió en una lavadora.

Leo se rió. Todo parecía un sueño. Tal vez lo era.

—¿Has visto una bufanda azul con rayas verdes? —preguntó esperanzado.

—Aquí llegan todas las cosas perdidas, así que seguro está por aquí —respondió Rayo.

Juntos comenzaron a recorrer la isla. Pasaron por el Bosque de las Gomas de Borrar (donde todo olía a lápiz), cruzaron el Río de las Tapas de Lápiz y llegaron al Desván del Tiempo, donde conocieron a un viejo reloj de bolsillo.

—Me detuve hace años —dijo el reloj con voz pausada—. Desde entonces, nadie me dio cuerda. Espero volver a funcionar algún día. Echo de menos hacer tic-tac.

—¿Y por qué no te han encontrado? —preguntó Leo.

—A veces, cuando las personas dejan de buscar con el corazón, las cosas se quedan aquí —respondió el reloj.

Leo no entendía muy bien, pero siguió caminando.

Más adelante, vieron a un paraguas morado mirando el cielo.

—¿Estás esperando la lluvia? —le preguntó Leo.

—Sí —suspiró el paraguas—. Me perdieron en una plaza en verano. Me encantaría volver a ver la lluvia, aunque sea una gotita.

Leo se sentó a su lado, le dio un golpecito suave en el mango y dijo:

—Seguro algún día alguien te encuentra.

Siguieron andando hasta que, al borde de una duna hecha de cordones y clips, la vio.

¡Su bufanda!

Estaba enroscada como un gato dormido. Leo corrió y la abrazó.

—¡Te encontré! —gritó feliz.

Pero la bufanda no se movió. No olía igual. Estaba fría, como si no lo recordara.

Entonces Rayo se acercó y le dijo algo al oído:

—A veces, para recuperar lo perdido, hay que recordar por qué lo querías tanto.

Leo cerró los ojos y pensó en la abuela. En los cuentos que le contaba, en las tardes de invierno mirando películas con pan con mantequilla, en cómo le envolvía el cuello con esa bufanda antes de salir al frío.

—Te quiero —le dijo a la bufanda, con el corazón lleno de recuerdos.

Y en ese instante, la bufanda se calentó en sus manos.

Y una brisa suave, como una caricia, sopló en la isla.

Todo brilló. Rayo encontró a su hermano. El reloj empezó a hacer tic-tac. El paraguas se abrió y pequeñas gotas de lluvia comenzaron a caer del cielo.

—Es hora de volver —dijo la voz del viento.

Leo se despertó en su cama.

Al principio pensó que todo había sido un sueño, hasta que sintió algo tibio en su cuello.

¡Su bufanda!

Estaba ahí, como si nunca se hubiera ido.

Desde ese día, Leo cuidó sus cosas con más cariño.

🌵 Pregunta para ti, peque:

¿Has perdido algo muy especial? ¿Te gustaría que existiera una isla como ésta para encontrarlo?

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