En el pequeño pueblo de Villapinares, vivía un niño llamado Antonino. Tenía siete años, una risa contagiosa y una boca que no paraba nunca. Hablaba cuando se despertaba, hablaba cuando comía, hablaba mientras pensaba, incluso hablaba solo cuando nadie lo escuchaba.
—¡Antonino, deja que otros hablen! —decía su maestra, la señorita Trini.
—¡Antonino, escúchame un momento! —pedía su abuela mientras revolvía el arroz.
—¡Antonino, silencio! —gritaban los pájaros del parque cuando intentaban contar sus trinos.
Un día, después de interrumpir tres veces una historia de su mejor amigo y de responder sin levantar la mano en clase cinco veces seguidas, la señorita Trini lo llamó a su escritorio.
—Antonino —dijo con voz suave pero firme—, te propongo un reto: mañana serás el niño del silencio. Durante todo un día, no podrás hablar. Solo podrás escuchar, observar y pensar. Si lo logras, tendrás una sorpresa muy especial.
Antonino abrió la boca para protestar… pero algo en los ojos de la maestra lo hizo detenerse. Asintió lentamente.
Esa noche, se lo contó a su osito Panchito.
—¿Un día sin hablar? ¡Voy a explotar! —susurró, como si ya estuviera ensayando el silencio.
A la mañana siguiente, Antonino se puso una tirita en forma de “X” sobre la boca para recordarse su misión. Salió de casa sin decir ni una palabra.
En el camino a la escuela, notó por primera vez cómo las hojas del álamo crujían bajo sus pies. Nunca se había fijado en ese sonido.
Al llegar al aula, sus compañeros le miraron extrañados.
—¿Qué te pasa, Antonino? ¿Te duele la garganta?
Antonino solo señaló la tirita y sonrió.
Durante la clase, se sentó quieto. Cuando la maestra preguntó algo, levantó la mano, pero escribió su respuesta en una hoja. Por primera vez, esperó su turno sin hablar. La señorita Trini le guiñó un ojo.
En el recreo, su amigo Darío se le acercó.
—Ayer intenté contarte que mi gato tuvo gatitos. Me interrumpiste justo cuando…
Antonino lo escuchó con atención. Abrió mucho los ojos y puso cara de sorpresa. Luego, dibujó un corazón en su cuaderno y se lo mostró a Darío.
—Gracias —dijo Darío con una sonrisa—. ¡Escuchas mejor cuando no hablas!
A lo largo del día, Antonino descubrió cosas que antes no había notado: el sonido de la tiza en la pizarra, las palabras exactas que usaba la maestra para explicar, cómo su compañera Lucía movía las cejas cuando leía algo interesante. También se dio cuenta de que muchas veces hablaba por impulso, sin pensar si lo que decía era necesario o si alguien más quería hablar también.
Al llegar a casa, su abuela le preguntó:
—¿Cómo estuvo tu día, mi loro sin voz?
Antonino le entregó una nota que decía: Hoy aprendí que el silencio también habla.
Su abuela lo abrazó fuerte.
—Y tú aprendiste a escuchar, que es un arte difícil.
Esa noche, cuando se quitó la tirita de la boca, Antonino sintió que algo había cambiado. No explotó. No gritó. Solo dijo:
—Hoy fue uno de los días más bonitos de mi vida.
Al día siguiente, volvió a hablar como siempre, pero algo era diferente. Ya no interrumpía tanto, escuchaba con paciencia y usaba palabras con más cuidado. Incluso inventó un juego con sus amigos: La hora del silencio, donde todos debían callar y contar cuántos sonidos podían descubrir.
La señorita Trini le dio una estrella dorada con una nota:
“A veces, el que más escucha, es el que más aprende.”
Y desde entonces, Antonino no dejó de hablar… pero también aprendió cuándo era mejor guardar silencio.
Peques, ¿qué aprendió Antonino al guardar silencio por un día?
¿Podríais vosotros pasar un día sin hablar? ¿Qué descubriríais?
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