Tomás estaba sentado en la vieja tienda de antigüedades de su abuelo, rodeado de objetos polvorientos y llenos de historia. Era una tarde gris, y la lluvia golpeaba suavemente contra las ventanas. Aburrido, empezó a revisar una caja llena de relojes antiguos cuando algo llamó su atención: un reloj de bolsillo de plata, con intrincados grabados en su superficie y agujas que parecían moverse sin sentido.
—Abuelo, ¿qué es este reloj? —preguntó Tomás, levantándolo para verlo más de cerca.
Su abuelo, un hombre de cabello canoso y ojos sabios, lo miró con una sonrisa enigmática.
—Ese reloj es especial, Tomás. Dicen que no marca la hora como los demás, sino el momento en el tiempo que más desearías cambiar.
Tomás lo miró incrédulo.
—¿Cambiar el tiempo? —rió—. Eso es imposible.
—No siempre es sabio jugar con el tiempo, pero si decides usarlo, solo gira las agujas hacia atrás —dijo el abuelo, con una mirada misteriosa antes de volver a sus tareas.
Intrigado y algo escéptico, Tomás subió corriendo a su habitación con el reloj en la mano. Sentado en su cama, pensó en todas las cosas que desearía cambiar. Recordó la discusión que tuvo con su mejor amiga, Sofía, el día anterior. Habían peleado por una tontería, y Tomás deseaba no haber dicho esas palabras que lo separaron de ella.
—Bueno, no pierdo nada con intentar —murmuró, girando las agujas hacia atrás con cuidado.
De repente, una ráfaga de viento frío recorrió la habitación, y el mundo a su alrededor comenzó a desvanecerse. Los colores se arremolinaron como si fueran parte de una pintura que se borraba, y cuando todo volvió a estar claro, Tomás se encontraba en el parque, el lugar donde había peleado con Sofía. Lo reconoció de inmediato: el día soleado, el olor a césped recién cortado, y ahí estaba Sofía, sentada en su bicicleta, justo antes de que comenzaran a discutir.
El corazón de Tomás latió rápido. No podía creer lo que estaba viendo. Esta era su oportunidad de arreglarlo.
—Sofía, ¡espera! —gritó, corriendo hacia ella. Esta vez, en lugar de discutir, habló con calma. —Lo siento, no debí haber dicho lo que dije ayer. Fue una tontería, y no quiero pelear contigo.
Sofía lo miró sorprendida, pero luego sonrió, y todo pareció volver a la normalidad. Ambos siguieron su camino juntos, como si nunca hubiera habido una discusión.
Esa noche, de vuelta en su habitación, Tomás se sentía triunfante. Había logrado cambiar el pasado, ¡el reloj funcionaba! Pero justo cuando pensaba que todo estaba bien, notó algo extraño. Sobre su escritorio, donde solía estar su colección de historietas favoritas, había un libro que no recordaba haber visto antes. Al abrirlo, vio que las páginas estaban llenas de garabatos y palabras sin sentido.
Alarmado, comenzó a revisar más cosas en su cuarto. Sus juguetes estaban desordenados, y algunos ni siquiera parecían suyos. Incluso el calendario en la pared tenía fechas que no coincidían con las actuales.
Corrió de vuelta a la tienda de su abuelo.
—¡Abuelo! Algo salió mal, todo está cambiado —exclamó, agitado.
Su abuelo, que parecía esperarlo, asintió lentamente.
—Tomás, cada vez que cambias algo del pasado, el presente también cambia. Aunque arregles lo que crees que es un error, siempre habrá consecuencias.
Tomás frunció el ceño, confundido.
—¿Entonces no puedo hacer nada para que todo vuelva a ser como antes?
—A veces, las cosas no deben arreglarse, sino entenderse. Lo que has vivido, incluso los errores, te hacen ser quien eres —dijo su abuelo, colocando una mano en su hombro.
Tomás miró el reloj de nuevo. Sabía que no podía seguir jugando con el tiempo. Así que, con una decisión firme, giró las agujas hacia el presente y cerró los ojos. Sentía una mezcla de arrepentimiento y aceptación.
Al abrirlos, estaba de vuelta en su habitación, y todo estaba como lo recordaba. Tomás sonrió, sabiendo que aunque no podía cambiar lo que sucedió, sí podía ser mejor en el futuro. Aprendió a aceptar lo vivido y a crecer con cada experiencia, sabiendo que lo importante es cómo avanzamos hacia adelante.