El pastel que nunca se acababa
¡Ploc! ¡Ploc! ¡Ploc!
Las gotas de lluvia repiqueteaban sobre el tejado de la pequeña panadería de Alina. Afuera, el viento aullaba, y las calles del pueblo estaban desiertas. Dentro, Alina observaba con tristeza sus estantes casi vacíos. Apenas le quedaban unos cuantos panes duros y un poco de harina.
—Mañana… ¿qué haré mañana? —susurró, acariciando su viejo delantal.
Alina era la mejor panadera del pueblo, pero los tiempos eran difíciles. Cada día, horneaba con lo poco que tenía y repartía pan a quienes no podían pagarlo. Y así, poco a poco, su despensa se fue vaciando.
Esa noche, mientras intentaba dormir, un dulce aroma flotó en el aire. Era un olor a miel y canela, a nueces y vainilla. Se levantó, siguiendo el rastro hasta la cocina. Sobre la mesa, había algo que antes no estaba: un viejo libro de recetas, con una tapa de cuero gastada y letras doradas que relucían como estrellas.
Con manos temblorosas, lo abrió. Las páginas amarillentas crujieron al pasar, hasta que una en especial pareció brillar con más intensidad.
«El Pastel de la Bondad»
Alina leyó la receta con el corazón acelerado:
«Toma harina con gratitud, mezcla azúcar con alegría. Añade leche con cariño y hornea con amor. Pero recuerda: este pastel no es para vender. Sólo quien lo comparta de verdad verá su magia florecer.»
—¿Magia? —Alina frunció el ceño, pero su estómago gruñó. No tenía nada que perder, así que decidió intentarlo.
Mezcló, batió y horneó. Y cuando el reloj marcó la medianoche, del horno salió un pastel dorado y esponjoso, con una fragancia que llenó la panadería.
A la mañana siguiente, un niño hambriento pasó frente a su puerta.
—Señora Alina… ¿tiene algo de pan viejo? —preguntó con timidez.
Alina miró el pastel sobre la mesa. Si era mágico o no, aún no lo sabía, pero sí tenía clara una cosa: nadie debía pasar hambre en su pueblo.
—Toma, pruébalo —dijo, cortando una rebanada y dándosela al niño.
El niño la tomó con ojos brillantes y la devoró con una sonrisa. Y entonces, algo increíble sucedió: cuando Alina miró el pastel… ¡no faltaba ningún pedazo!
—¿Cómo es posible…? —murmuró asombrada.
A lo lejos, un anciano tambaleante pasó sujetándose el estómago.
—¡Señor Simón! ¡Venga, pruebe esto! —llamó Alina.
Le cortó una rebanada. El anciano la comió y suspiró de alivio. Y, como antes, el pastel seguía intacto.
Uno a uno, más vecinos llegaron, atraídos por el delicioso aroma. Cada vez que Alina servía una porción, el pastel permanecía entero.
Pronto, la noticia se extendió: la panadería de Alina tenía un pastel que nunca se acababa.
Día tras día, la gente acudía. No sólo los hambrientos, sino también quienes querían compartir. Algunos traían harina, otros huevos, otros frutos secos. Alina los recibía con alegría y, juntos, horneaban más panes, galletas y bizcochos.
Así, la pequeña panadería se convirtió en un refugio. Nadie se iba con las manos vacías y nadie se quedaba sin ayudar.
Una noche, después de repartir la última rebanada, Alina sintió un cosquilleo en las manos. Miró el pastel… y vio que algo estaba cambiando. Poco a poco, se hacía más pequeño, más pequeño… hasta que, con un suave resplandor dorado, desapareció.
Alina sonrió.
Desde aquel día, la panadería de Alina nunca volvió a estar vacía. Aunque el pastel mágico desapareció, el pueblo entero aprendió la importancia de ayudar a los demás.
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