En un rincón apartado del mundo, donde los árboles susurraban secretos y las hojas danzaban al ritmo del viento, existía un bosque llamado El Bosque de los Sentimientos Perdidos. En este lugar, los seres mágicos cuidaban las emociones de todos los seres vivos, desde las grandes hasta las más pequeñas. Un grupo de amigos, compuesto por Valentina, una niña curiosa y valiente, Nicolás, un niño alegre con muchas preguntas, y Timo, su perrito fiel y travieso, siempre se aventuraba en los alrededores del bosque. Aquella mañana, mientras jugaban cerca del río, Timo comenzó a ladrar con insistencia, como si algo lo inquietara.
«¿Qué pasa, Timo?» preguntó Valentina, preocupada. Nicolás se agachó junto a él, que miraba fijamente un árbol que no habían visto antes. Era un árbol gigante con raíces que se enroscaban como serpientes. Sobre él, colgaba un letrero que decía: «Entra si tienes el corazón abierto».
“¿Qué será eso?”, murmuró Nicolás, y sin pensarlo mucho, se acercó al árbol y empujó las raíces. La corteza del árbol comenzó a abrirse lentamente, revelando una entrada secreta.
“Creo que deberíamos entrar”, dijo Valentina, mirando a sus amigos con ojos brillantes. “Nunca habíamos visto algo tan misterioso.”
Los tres, con algo de miedo y mucha curiosidad, decidieron aventurarse. Caminando por un sendero estrecho, llegaron a un claro lleno de luces brillantes. Allí, en el centro, encontraron a tres pequeños chaneques, los guardianes del bosque, pero algo estaba extraño en ellos. En lugar de saltar de un lado a otro como siempre, estaban sentados, con la cabeza baja, mirando al suelo.
“¿Qué pasa, chaneques?”, preguntó Valentina.
“Nos hemos olvidado de algo muy importante”, dijo uno de los chaneques, el de las alas doradas. “Nos hemos olvidado de cómo sentir lo que sienten los demás.”
Nicolás frunció el ceño. “¿Cómo olvidasteis algo tan importante?”
El chaneque suspiró. “A veces, cuando nos olvidamos de lo que los demás sienten, dejamos de comprenderlos. Ya no sabemos cómo ayudarlos, ni cómo hacerles sentir que nos importa. El bosque está perdiendo su magia porque los sentimientos se están desvaneciendo.”
Valentina miró a sus amigos y a Timo. “Creo que entiendo. Si no nos ponemos en el lugar de los demás, las cosas que nos importan, como la amistad y el amor, se van desvaneciendo.”
Timo, que había estado muy callado hasta entonces, se acercó al chaneque de las alas doradas, lo miró con ternura y luego se acercó a Valentina. “¡Ya sé! ¡Debemos hacer algo por ellos! Si somos capaces de entender cómo se sienten, les daremos lo que necesitan.”
“Sí”, dijo Valentina, pensativa. “¿Qué pasaría si tratamos de entenderlos? Tal vez les demos lo que les hace falta.”
Nicolás miró alrededor y vio que los árboles que rodeaban el claro tenían ramas caídas y hojas marchitas. “El bosque también está triste”, dijo. “Quizás si demostramos empatía, las cosas cambiarán.”
Valentina se acercó al chaneque más pequeño, que parecía muy apagado, y se agachó a su altura. “¿Te sientes solo?”, le preguntó con suavidad.
El pequeño chaneque la miró y asintió, con ojos llenos de tristeza. “Hace mucho que nadie me pregunta cómo me siento… Solo me quedo aquí, sin poder ayudar a nadie.”
Nicolás se acercó al chaneque de alas plateadas. “¿Y tú? ¿Por qué no puedes comprender a los demás?”
El chaneque suspiró profundamente. “He estado tan ocupado cuidando el bosque que olvidé cómo escuchar los sentimientos de los seres mágicos y humanos. Pensé que solo los árboles necesitaban cuidados, pero me equivoqué.”
Timo, al escuchar todo esto, se tumbó en el suelo, mirando a los chaneques con comprensión. “Todos necesitamos saber cómo se sienten los demás, porque, si no, no podemos ayudarlos”, dijo en un tono suave.
Los tres niños se sentaron junto a los chaneques, cada uno tomando la mano de uno de ellos. “Nosotros también sabemos lo que es sentirse triste o solo”, dijo Valentina. “Y por eso queremos ayudar. Queremos escucharlos y hacer que el bosque recupere su magia.”
Con mucho cuidado, comenzaron a compartir entre ellos lo que más los preocupaba. Valentina habló sobre cómo a veces se sentía invisible en la escuela; Nicolás compartió cómo le costaba expresar sus sentimientos cuando algo no iba bien; y Timo, aunque no hablaba, dejó que su presencia les mostrara cuánto les importaba a todos.
El silencio que había en el bosque comenzó a romperse poco a poco. Los árboles empezaron a mover sus ramas con un suave viento. Las luces brillantes que flotaban en el aire comenzaron a brillar más intensamente. Los chaneques, al sentirse escuchados y comprendidos, levantaron la cabeza y sonrieron por primera vez en mucho tiempo.
“Lo habéis logrado”, dijo el chaneque de alas doradas. “Al aprender a ponernos en el lugar de los demás, hemos devuelto la magia al bosque. Gracias por ayudarnos a recordar lo importante que es la empatía.”
Los amigos, con una sonrisa en el rostro, se dieron cuenta de que la empatía no sólo había salvado a los chaneques, sino también al Bosque de los Sentimientos Perdidos. Y desde ese día, siempre que pasaban cerca, veían cómo el bosque florecía y brillaba, lleno de vida y sentimientos compartidos.
Peques:
¿Alguna vez habéis ayudado a un amigo cuando se sentía triste o solo?
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