—¡Plof! ¡Crash! ¡Bum!
Algo explotó en el laboratorio del colegio, llenando el aire de un humo morado con olor a chicle. Todos los niños gritaron y se alejaron, menos Sara, que sacudía su bata manchada de colores.
—¡Funcionó… casi!— murmuró, sonriendo.
La maestra Olga abrió las ventanas, tosiendo un poco.
—Sara, cariño, ¿qué estabas intentando esta vez?
—¡Crear una goma de borrar mágica! Una que no sólo borre lápiz, ¡sino también errores!— explicó Sara, con los ojos brillando de emoción. Así, cuando alguien se equivoque, podrá aprender sin miedo a fallar.
La maestra sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro.
—Tienes una imaginación increíble, Sara. Pero recuerda: ¡la ciencia también necesita paciencia!
—Sí, señorita Olga…— dijo Sara, recogiendo sus frascos. Pero no se desanimó. Sabía que un día sería una gran científica, como Marie Curie o Rosalind Franklin. ¡Solo tenía que seguir experimentando!
El Concurso de Ciencia
Esa misma semana, la escuela anunció un concurso de ciencia. El premio era un microscopio de verdad. ¡El sueño de Sara!
—¡Con un microscopio podría descubrir cosas invisibles para todos!— pensó emocionada.
Pero no era la única interesada. Matías, el niño más listo de la clase, también participaría. Él siempre tenía inventos sorprendentes, como su robot que le alcanzaba los lápices.
—Nunca podrás ganar, Sara— le dijo Matías, cruzándose de brazos —Mis inventos siempre funcionan. Los tuyos… sólo explotan.
Sara sintió que sus mejillas se ponían rojas, pero no se dejó amedrentar.
—Quizás exploten… ¡pero así es como se aprende!— respondió con firmeza.
La Máquina de las Preguntas
Decidida a ganar, Sara empezó a trabajar en su invento: ¡una máquina que respondiera todas las preguntas! Sabía que la curiosidad era el primer paso para convertirse en científica, así que su máquina ayudaría a los niños a no tener miedo de preguntar.
Trabajó días enteros en el taller del colegio, con piezas viejas de calculadoras, cables coloridos y una pantalla reciclada. Pero algo no funcionaba. La máquina sólo repetía:
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Desanimada, Sara se sentó en las gradas del patio.
—Quizás Matías tenga razón… Mis inventos siempre fallan…
Misi, su gata, apareció de la nada, restregándose en sus piernas.
—Tienes razón, Misi. ¡No puedo rendirme! ¡Hasta los grandes científicos fallaron antes de tener éxito!
Entonces, lo entendió. Su máquina no necesitaba tener todas las respuestas. ¡Sólo necesitaba inspirar a los niños a hacer preguntas!
El Gran Día
Llegó el día del concurso. La sala estaba llena de padres y profesores. Matías presentó su «Robot Resuelve Problemas», que resolvía operaciones matemáticas en segundos. Todos aplaudieron impresionados.
Luego llegó el turno de Sara. Se aclaró la garganta y dijo:
—Yo inventé la Máquina de las Preguntas. Porque un científico no necesita saberlo todo… sólo necesita saber preguntar.
Encendió la máquina y esta dijo:
—¿Por qué el cielo es azul? ¿Cómo vuelan los pájaros? ¿Por qué reímos?
Los niños en la sala comenzaron a murmurar, emocionados.
—¡Yo también quiero saber eso!— dijo uno.
—¡Y yo!— gritó otro.
La maestra Olga sonrió, orgullosa.
—Eso es lo que hace una buena científica,— pensó. —¡Despertar la curiosidad de los demás!
Sara no ganó el primer lugar, pero recibió una mención especial por su creatividad. Matías la felicitó, bajando la mirada.
—Tu invento… fue genial. Me hizo pensar en preguntas que nunca me había hecho.
Sara sonrió.
—¡Eso significa que funcionó!
Desde entonces, Sara siguió inventando, equivocándose y aprendiendo. Porque entendió que no se trata de tener todas las respuestas, sino de nunca dejar de preguntar.
Peques:
¿Qué invento haríais para un concurso de ciencia?
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