¡Vamos Elías!

—¡Pum!— La pelota rebotó contra el suelo con fuerza. Elías miró sus rodillas raspadas y suspiró. Otra vez había fallado.

—¡No pasa nada, Elías!— le dijo Leo, su mejor amigo—. Lo importante es intentarlo.

Elías amaba el voleibol, pero tenía un problema: no era muy bueno. Sus saques eran débiles, su recepción inestable y, cuando intentaba bloquear, parecía que saltaba con las zapatillas pegadas al suelo. Aún así, nunca faltaba a los entrenamientos.

Ese día, el equipo tenía un partido importante. Todos estaban nerviosos. Elías se sentó en el banquillo, como de costumbre, mientras los demás jugaban. Cada punto era una batalla, pero el equipo iba ganando.

—¡Cambio!— gritó el entrenador en el último set—. ¡Elías, entra!

Elías se quedó paralizado. ¿Él? ¿En el partido más importante? Miró a sus compañeros. Algunos suspiraron, otros pusieron caras largas.

—Pero, profe…— protestó Marcos—. ¡Vamos ganando!

—Confío en Elías— dijo el entrenador con voz firme—. ¡Adelante, chico!

Con el corazón latiendo rápido, Elías entró en la cancha. Sus manos sudaban. La pelota se acercó a él. Se preparó para recibirla, pero… ¡Pum! El balón chocó contra su brazo y salió volando hacia la grada.

—¡Elías, concéntrate!— gritó un compañero.

Las miradas de disgusto le pesaban más que el cansancio.

El siguiente saque llegó con más fuerza. Elías intentó atraparlo, pero tropezó y cayó de espaldas.

—¡No puede ser!— exclamó alguien.

Ahora estaban perdiendo. Sentía un nudo en la garganta. «No sirvo para esto», pensó. Entonces, escuchó una voz:

—¡Vamos, Elías, tú puedes!

Era Leo. Le sonreía desde el otro lado de la cancha.

Respiró hondo y se levantó.

El siguiente balón vino directo hacia él. Se colocó bien, flexionó las rodillas y… ¡Recibió el pase perfectamente!

Sus compañeros corrieron a devolverlo. ¡Punto para su equipo!

Aún quedaban dos puntos para empatar. Elías se sentía más seguro.

El equipo contrario sacó con fuerza. Elías se movió rápido, logró recibirla bien y la pasó a su compañero Matías, quien la levantó para que Marcos rematara con todas sus fuerzas.

—¡Punto!— gritó el árbitro.

Ahora estaban 23 a 24. Solo faltaba uno para el empate.

Elías sintió un cosquilleo en el estómago. «Sólo un punto más», pensó.

El siguiente saque llegó como un rayo. Elías corrió, saltó y logró rozarla con los dedos justo antes de que tocara el suelo. Leo la levantó y Matías la pasó haciendo una dejadita impresionante.

—¡Punto!— anunció el árbitro—. ¡Empate!

Los espectadores aplaudieron emocionados.

El último punto definiría todo.

—¡Vamos, equipo!— dijo el entrenador.

Elías respiró hondo. El equipo contrario hizo un saque altísimo. Leo la recibió, Matías la levantó y Elías, sin pensarlo, saltó y golpeó la pelota con todas sus fuerzas.

¡Pum!

El balón cruzó la red y cayó en la cancha contraria.

Hubo un segundo de silencio…

—¡Punto para el equipo de Elías! ¡Han ganado el partido!— anunció el árbitro.

Elías se quedó boquiabierto. ¿Él había hecho el punto final?

—¡Síííí!— gritó Leo, abrazándolo—. ¡Lo lograste!

Sus compañeros corrieron a abrazarlo también. Marcos, quien antes había dudado de él, le dio una palmada en la espalda.

—Lo hiciste muy bien, Elías— dijo, sonriendo.

Elías sintió una emoción enorme. No importaba si no era el mejor del equipo, lo importante era que nunca se rindió. Y, sobre todo, que sus amigos creyeron en él.

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