Había un gato llamado Pirulín que vivía en una esquina soleada de la ciudad. Era rayado, con ojos grandes y amarillos como el sol, y un bigote que se movía como si siempre estuviera contando chistes. Pero Pirulín tenía un pequeño problema: ¡no sabía ronronear! Mientras todos los demás gatos del barrio se acurrucaban y ronroneaban felices en el regazo de sus dueños, Pirulín se quedaba callado, solo moviendo su colita como un molinillo de viento.
Una tarde, mientras Pirulín observaba a su amigo Rascatripas ronronear tan fuerte que parecía un motor de barco, se sintió triste. “¿Por qué yo no puedo hacer eso?”, se preguntó. Decidido, Pirulín saltó de su tejado favorito y corrió al parque en busca de respuestas. Tenía una misión: ¡aprender a ronronear!
Primero fue a ver a Doña Filomena, la lechuza sabia que vivía en el roble más viejo del parque.
—Doña Filomena, usted que lo sabe todo, ¿cómo se aprende a ronronear? —le preguntó Pirulín, con los ojos muy abiertos y la cola en alto.
Doña Filomena ajustó sus gafas y lo miró de arriba abajo.
—Hmm… ronronear, ¿eh? Eso es algo que los gatos saben hacer por naturaleza, pero a veces… —Doña Filomena hizo una pausa dramática— …a veces, un gato necesita encontrar la razón correcta para hacerlo. ¿Has probado ronronear cuando estás contento?
—¡Pero si estoy contento todo el tiempo! —dijo Pirulín, haciendo una voltereta solo para probar su punto.
Doña Filomena soltó una carcajada suave, pero luego se puso seria.
—Quizá necesites una aventura que te haga sentir algo especial. Sólo entonces puede que tu ronroneo salga.
Pirulín, intrigado, decidió buscar esa aventura. Mientras caminaba por el parque, se topó con un grupo de ardillas que parecían muy ocupadas.
—¡Necesitamos más nueces! —gritaba la ardilla jefa, mientras otras corrían de un lado a otro.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Pirulín, siempre dispuesto a echar una pata.
—¿Ayudar? ¿Un gato? —se rieron las ardillas. Pero la ardilla jefa, que se llamaba Tita, lo miró con una ceja levantada.
—Está bien, gato, si de verdad quieres ayudar, te reto a que encuentres la nuez dorada en el Gran Árbol Hueco. ¡Es la nuez más difícil de todas!
Pirulín, emocionado por la aventura, aceptó el reto sin dudar. Así que corrió hasta el Gran Árbol Hueco, un árbol tan viejo y grande que parecía tener más secretos que Doña Filomena.
Dentro del árbol, la oscuridad era profunda, pero Pirulín podía ver pequeños destellos de luz a través de las grietas en la corteza. Subió, bajó, saltó y trepó por cada rincón hasta que, en la rama más alta, ¡ahí estaba! La nuez dorada brillaba como si el sol la hubiera dejado allí especialmente para él.
Con la nuez dorada en la boca, Pirulín corrió de vuelta al parque, tan emocionado que su cola parecía un resorte. Al llegar, todas las ardillas lo esperaban boquiabiertas.
—¡Lo lograste! —gritó Tita, sorprendida— ¡Nadie había encontrado la nuez dorada antes!
Pirulín se sintió tan feliz que, de repente, sintió un cosquilleo en su pecho. Era como si una burbuja gigante quisiera salir de su barriga. Sin darse cuenta, empezó a ronronear. Primero fue un pequeño ruido, como el zumbido de un mosquito, pero luego se hizo más y más fuerte, hasta que todo el parque podía oírlo.
—¡Estás ronroneando! —gritó Rascatripas, que había venido corriendo a ver lo que pasaba.
Pirulín paró de ronronear un segundo y se dio cuenta de que, efectivamente, ¡lo había logrado!
—¡Estoy ronroneando! —dijo con una sonrisa tan grande que casi se le cae la nuez dorada.
A partir de ese día, Pirulín ronroneaba cada vez que ayudaba a alguien, o cuando descubría algo nuevo y emocionante. Ya no era el gato que no sabía ronronear, sino el gato que ronroneaba con el corazón. Porque había aprendido que el ronroneo no era algo que se pudiera forzar, sino que venía solo cuando uno realmente sentía una alegría muy, muy especial.