Guille vivía en un pequeño y tranquilo pueblo rodeado de montañas y prados verdes. En ese pueblo pasaba un tren muy especial, conocido por todos como el Tren de la Vida. No era un tren común, ni mucho menos. Mientras que otros trenes solo llevaban personas de un lugar a otro, este tren llevaba algo más: llevaba momentos, aventuras, emociones y, sobre todo, amistades.
Cada mañana, Guille se despertaba con la emoción de salir corriendo hacia la estación del pueblo para ver pasar el Tren de la Vida. Desde pequeño, le fascinaba observar cómo la gente subía y bajaba del tren, y cómo a veces esas personas parecían cambiar después de haber viajado en él. Algunas personas subían con caras alegres y llenas de esperanza, y otras bajaban con maletas repletas de recuerdos y aprendizajes. Para Guille, ese tren era como un gran misterio, una historia que él quería entender.
Un día, mientras esperaba en la estación, su abuelo se sentó a su lado. El abuelo siempre había sido un hombre sabio, y Guille le tenía mucho respeto y cariño. Sin poder contener su curiosidad, le preguntó:
—Abuelo, ¿por qué la gente sube y baja del Tren de la Vida? —preguntó Guille con ojos llenos de preguntas.
El abuelo sonrió y, mirando al horizonte donde las vías se perdían, contestó con calma:
—Porque, Guille, en el Tren de la Vida todos viajamos juntos por un tiempo. Algunos pasajeros van con nosotros muchos vagones, otros solo unos pocos. Y está bien así, porque cada persona que viaja en nuestro tren deja algo especial, algo que nos acompaña siempre.
Guille frunció el ceño y comenzó a pensar profundamente. Recordó a su amiga Clara, que había sido su compañera inseparable durante años, pero que recientemente se había mudado a otra ciudad. Clara había bajado del tren, sí, pero también le había dejado un regalo maravilloso: el gusto por dibujar animales. Cada vez que Guille tomaba sus lápices para dibujar, sentía que Clara estaba ahí, viajando con él a través de sus dibujos.
Luego pensó en Marcos, su nuevo vecino, que había subido al tren hace poco. Marcos le había enseñado a montar en bicicleta, y gracias a él, Guille había aprendido a pedalear sin miedo. Marcos aún seguía viajando en el mismo vagón, y eso lo hacía sentir feliz.
El abuelo volvió a mirar a Guille con una sonrisa llena de ternura y le dijo:
—Lo importante no es cuántas estaciones compartimos con alguien, sino lo bonito que hacemos el viaje juntos. A veces, no es cuestión de tiempo, sino de la calidad de esos momentos.
Guille asintió lentamente y dijo:
—Entonces, aunque Clara se haya bajado del tren, sigue viajando conmigo en mis dibujos y en mis recuerdos.
—Exactamente —dijo el abuelo—. Y tú viajas con ella cada vez que ella piensa en ti, aunque estén en estaciones distintas.
Desde ese día, algo cambió en Guille. Ya no sentía tristeza cuando veía a alguien bajar del tren. Al contrario, aprendió a despedir con alegría y esperanza, porque entendía que cada persona que baja deja algo valioso dentro de uno mismo. Y cuando alguien nuevo subía, lo saludaba con una sonrisa abierta, preparado para compartir nuevas aventuras y aprender cosas nuevas.
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🌟 Pregunta para ti, peque:
¿Quién sería el primer pasajero que subiría a tu Tren de la Vida?
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