En una pequeña ciudad, viajaba un circo que era conocido no solo por su asombroso espectáculo, sino también por el misterio que lo rodeaba. En este circo, cada número parecía más mágico que el anterior, pero había algo en particular que atraía a los niños: el gran secreto del Sr. Arlo, el dueño del circo.
El Sr. Arlo, un hombre de barba blanca y ojos brillantes, siempre decía:
—Aquí, en mi circo, todo es tal como lo ven, pero lo más importante no es lo que aparece ante ustedes, sino lo que está en su corazón.
Un día, Leo, un niño nuevo en la ciudad, fue al circo con su hermana Adela. Desde que escuchó hablar del circo, había quedado intrigado. Al llegar, notó algo que le llamó la atención: un gran cartel que decía: «El Misterio de la Caja Mágica». Leo siempre había sido curioso, y no pudo evitar preguntarse qué podía esconder esa caja.
—Adela, ¿qué crees que hay dentro de la caja? —le preguntó, mientras observaba la misteriosa estructura.
Adela, que ya había estado en varias funciones del circo, sonrió.
—El Sr. Arlo siempre dice que la caja revela algo solo cuando eres capaz de ver con los ojos del corazón.
Leo no entendió del todo, pero decidió averiguarlo por sí mismo. Antes de la función, se acercó al Sr. Arlo y, con una sonrisa traviesa, le preguntó:
—¿Qué es lo que hace tan especial la Caja Mágica?
El Sr. Arlo lo miró con una serenidad que hizo que Leo se sintiera, por un momento, como si estuviera viendo algo más allá de lo evidente.
—La caja tiene un secreto, Leo. Pero solo lo puedes descubrir si te acercas a ella sin pretensiones. No es lo que ves, sino lo que sientes lo que revela el verdadero misterio.
A pesar de su curiosidad, Leo no estaba completamente seguro de lo que eso significaba, pero la emoción de descubrir el secreto lo impulsó a seguir adelante.
Esa noche, después de la función, el Sr. Arlo invitó a Leo y a otros niños a ver la caja. Todos los artistas del circo se reunieron alrededor de ella. La caja, pequeña pero imponente, parecía tener vida propia con los extraños símbolos grabados en su superficie. Los niños, que siempre habían sentido una fascinación por los secretos, se acercaron a ella, pero nadie la había abierto.
Leo, con el corazón lleno de preguntas, se adelantó y tocó la caja. Al instante, los símbolos brillaron débilmente, y todos los ojos se dirigieron hacia él.
—Leo —dijo el Sr. Arlo—, para abrirla, tienes que ser tú mismo, sin más. No hay nada que esconder ni nada que ganar, solo lo que eres.
Leo respiró hondo, pensó en lo que había escuchado, y dijo con voz firme:
—Lo único que quiero es saber la verdad, aunque sea simple. Quiero ver qué hay realmente dentro.
La caja se abrió lentamente. Dentro, había un pequeño espejo. Leo se acercó con cautela y miró su reflejo. A medida que observaba, algo cambió en su expresión: vio un niño que estaba dispuesto a aprender, que buscaba la verdad sin engaños y que, sobre todo, no necesitaba adornos ni fantasías. En ese instante, comprendió que la verdadera magia no estaba en los trucos ni en los misterios, sino en la sencillez de ser uno mismo.
El Sr. Arlo se acercó y, con una sonrisa cálida, dijo:
—Este circo no es solo un lugar de ilusiones, Leo. Es un lugar donde, si eres fiel a ti mismo, todo lo que encuentras será más hermoso que cualquier truco.
Leo sonrió, sintiendo algo especial en su corazón. No era necesario saber todos los secretos del circo, porque la magia ya estaba dentro de él, y siempre lo había estado.
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Peques: ¿Te gustaría descubrir tu propio secreto?
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